Éste
es el texto que la Santa Sede ha entregado a la prensa «como apoyo para
una primera lectura de la Encíclica, ayudando a tener una visión de
conjunto y detectar las líneas de fondo»:
Las primeras dos páginas presentan la
«Laudato si» en conjunto, y luego cada página corresponde a un capítulo,
señala su objetivo y reproduce algunos párrafos clave. Los números
entre paréntesis remiten a los párrafos de la Encíclica.
Una visión general
«¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños
que están creciendo?» (n. 160). Esta pregunta está en el centro de
Laudato si,
la esperada Encíclica del Papa Francisco sobre el cuidado de la casa
común. Y continúa: «Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera
aislada, porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario», y
nos conduce a interrogarnos sobre el sentido de la existencia y el
valor de la vida social: «¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué
vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos
necesita esta tierra?»: «Si no nos planteamos estas preguntas de fondo
-dice el Pontífice – «no creo que nuestras preocupaciones ecológicas
puedan obtener resultados importantes».
La Encíclica toma su nombre de la invocación de san Francisco, «
Laudato si’, mi’ Signore»,
que en el Cántico de las creaturas que recuerda que la tierra, nuestra
casa común, «es también como una hermana con la que compartimos la
existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos » (1).
Nosotros mismos «somos tierra (cfr Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está
formado por elementos del planeta, su aire nos da el aliento y su agua
nos vivifica y restaura» (2).
Pero ahora esta tierra maltratada y saqueada clama (2) y sus gemidos
se unen a los de todos los abandonados del mundo. El Papa Francisco nos
invita a escucharlos, llamando a todos y cada uno –individuos, familias,
colectivos locales, nacionales y comunidad internacional- a una
«conversión ecológica», según expresión de San Juan Pablo II, es decir, a
«cambiar de ruta», asumiendo la urgencia y la hermosura del desafío que
se nos presenta ante el «cuidado de la casa común». Al mismo tiempo, el
papa Francisco reconoce que «se advierte una creciente sensibilidad con
respecto al ambiente y al cuidado de la naturaleza, y crece una sincera
y dolorosa preocupación por lo que está ocurriendo con nuestro planeta»
(19), permitiendo una mirada de esperanza que atraviesa toda la
Encíclica y envía a todos un mensaje claro y esperanzado: «La humanidad
tiene aún la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común»
(13); «el ser humano es todavía capaz de intervenir positivamente» (58);
«no todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse
hasta el extremo, pueden también superarse, volver a elegir el bien y
regenerarse » (205).
El Papa Francisco se dirige, claro está, a los fieles católicos,
retomando las palabras de San Juan Pablo II: «los cristianos, en
particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como
sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe» (64),
pero se propone «especialmente entrar en diálogo con todos sobre
nuestra casa común» (3): el diálogo aparece en todo el texto, y en el
capítulo 5 se vuelve instrumento para afrontar y resolver los problemas.
Desde el principio el papa Francisco recuerda que también «otras
Iglesias y Comunidades cristianas – como también otras religiones– han
desarrollado una profunda preocupación y una valiosa reflexión» sobre el
tema de la ecología (7). Más aún, asume explícitamente su contribución a
partir de la del «querido Patriarca Ecuménico Bartolomé» (7),
ampliamente citado en los nn. 8-9. En varios momentos, además, el
Pontífice agradece a los protagonistas de este esfuerzo – tanto
individuos como asociaciones o instituciones –, reconociendo que «la
reflexión de innumerables científicos, filósofos, teólogos y
organizaciones sociales ha enriquecido el pensamiento de la Iglesia
sobre estas cuestiones» (7) e invita a todos a reconocer «la riqueza que
las religiones pueden ofrecer para una ecología integral y para el
desarrollo pleno del género humano» (62).
El recorrido de la Encíclica está trazado en el n. 15 y se desarrolla
en seis capítulos. A partir de la escucha de la situación a partir de
los mejores conocimientos científicos disponibles hoy (cap. 1), recurre a
la luz de la Biblia y la tradición judeo-cristiana (cap. 2), detectando
las raíces del problema (cap. 3) en la tecnocracia y el excesivo
repliegue autorreferencial del ser humano. La propuesta de la Encíclica
(cap. 4) es la de una «ecología integral, que incorpore claramente las
dimensiones humanas y sociales» (137), inseparablemente vinculadas con
la situación ambiental. En esta perspectiva, el Papa Francisco propone
(cap. 5) emprender un diálogo honesto a todos los niveles de la vida
social, que facilite procesos de decisión transparentes. Y recuerda
(cap. 6) que ningún proyecto puede ser eficaz si no está animado por una
conciencia formada y responsable, sugiriendo principios para crecer en
esta dirección a nivel educativo, espiritual, eclesial, político y
teológico. El texto termina con dos oraciones, una que se ofrece para
ser compartida con todos los que creen en «un Dios creador omnipotente»
(246), y la otra propuesta a quienes profesan la fe en Jesucristo,
rimada con el estribillo «Laudato si’», que abre y cierra la Encíclica.
El texto está atravesado por algunos ejes temáticos, vistos desde
variadas perspectivas, que le dan una fuerte coherencia interna: «la
íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la
convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo
paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la
invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso,
el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la
necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la
política internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta
de un nuevo estilo de vida.» (16).
Capítulo 1 – «Lo que está pasando a nuestra casa»
El capítulo asume los descubrimientos científicos más recientes en
materia ambiental como manera de escuchar el clamor de la creación, para
«convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así
reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar» (19). Se
acometen así «varios aspectos de la actual crisis ecológica » (15).
EI cambio climático: «El calentamiento es un problema global
con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas
y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la
humanidad». (22). Si «El clima es un bien común, de todos y para todos»
(21), el impacto más grave de su alteración recae en los más pobres,
pero muchos de los que «tienen más recursos y poder económico o político
parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en
ocultar los síntomas, tratando sólo de reducir algunos impactos
negativos del calentamiento»(23): «La falta de reacciones ante estos
dramas de nuestros hermanos es un signo de la pérdida de aquel sentido
de responsabilidad por nuestros semejantes sobre el cual se funda toda
sociedad civil» (25).
La cuestión del agua: El Papa afirma sin ambages que «el
acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental
y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por
lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos.»
Privar a los pobres del acceso al agua significa negarles «el derecho a
la vida, enraizado en su inalienable dignidad» (30).
La pérdida de la biodiversidad: «Cada año desaparecen miles
de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que
nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre» (33). No son
sólo eventuales «recursos» explotables, sino que tienen un valor en sí
mismas. En esta perspectiva «son loables y a veces admirables los
esfuerzos de científicos y técnicos que tratan de aportar soluciones a
los problemas creados por el ser humano», pero esa intervención humana,
cuando se pone al servicio de las finanzas y el consumismo, «hace que la
tierra en que vivimos se vuelva menos rica y bella, cada vez más
limitada y gris » (34).
La deuda ecológica: en el marco de una ética de las
relaciones internacionales, la Encíclica indica que existe «una
auténtica deuda ecológica» (51), sobre todo del Norte en relación con el
Sur del mundo. Frente al cambio climático hay «distintas
responsabilidades» (52), y son mayores las de los países desarrollados.
Conociendo las profundas divergencias que existen respecto a estas
problemáticas, el Papa Francisco se muestra profundamente impresionado
por la «debilidad de las reacciones» frente a los dramas de tantas
personas y poblaciones. Aunque no faltan ejemplos positivos (58), señala
«un cierto adormecimiento y una alegre irresponsabilidad» (59). Faltan
una cultura adecuada (53) y la disposición a cambiar de estilo de vida,
producción y consumo (59), a la vez que urge «crear un sistema normativo
que […] asegure la protección de los ecosistemas» (53).
Capítulo segundo – El Evangelio de la creación
Para afrontar la problemática ilustrada en el capítulo anterior, el
Papa Francisco relee los relatos de la Biblia, ofrece una visión general
que proviene de la tradición judeo-cristiana y articula la «tremenda
responsabilidad» (90) del ser humano respecto a la creación, el lazo
íntimo que existe entre todas las creaturas, y el hecho de que «el
ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y
responsabilidad de todos». (95)
En la Biblia, «el Dios que libera y salva es el mismo que ha creado
el universo», y «en él se conjugan amor y poder» (73). El relato de la
creación es central para reflexionar sobre la relación entre el ser
humano y las demás creaturas, y sobre cómo el pecado rompe el equilibrio
de toda la creación en su conjunto. «Estas narraciones sugieren que la
existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente
conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según
la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo
externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el
pecado» (66).
Por ello, aunque «Si es verdad que algunas veces los cristianos hemos
interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con
fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de
dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás
criaturas». Al ser humano le corresponde «cultivar y custodiar» el
jardín del mundo (cfr Gn 2,15) (67), sabiendo que «el fin último de las
demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con
nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios».
(83)
Que el ser humano no sea patrón del universo «no significa equiparar a
todos los seres vivos y quitarle aquel valor peculiar que lo
caracteriza; y Tampoco supone una divinización de la tierra que nos
privaría del llamado a colaborar con ella y a proteger su fragilidad»
(90). En esta perspectiva «Todo ensañamiento con cualquier criatura «es
contrario a la dignidad humana» (92), pero «No puede ser real un
sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al
mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por
los seres humanos»(91). Es necesaria la conciencia de una comunión
universal: «creados por el mismo Padre, todos los seres del universo
estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia
universal, […] que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde»
(89).
Concluye el capítulo con el corazón de la revelación cristiana: el
«Jesús terreno» con su«“relación tan concreta y amable con las cosas»
está «resucitado y glorioso, presente en toda la creación con su señorío
universal» (100).
Capítulo tercero – La raíz humana de la crisis ecológica
Este capítulo presenta un análisis del a situación actual «para
comprender no sólo los síntomas sino también las causas más profundas»
(15), en un diálogo con la filosofía y las ciencias humanas.
Un primer fundamento del capítulo son las reflexiones sobre la
tecnología: se le reconoce con gratitud su contribución al mejoramiento
de las condiciones de vida (103-103), aunque también «dan a quienes
tienen el conocimiento, y sobre todo el poder económico para utilizarlo,
un dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del mundo
entero» (104). Son justamente las lógicas de dominio tecnocrático las
que llevan a destruir la naturaleza y a explotar a las personas y las
poblaciones más débiles. «El paradigma tecnológico también tiende a
ejercer su dominio sobre la economía y la política” (109), impidiendo
reconocer que “el mercado por sí mismo no garantiza el desarrollo humano
integral y la inclusión social» (109).
En la raíz de todo ello puede diagnosticarse en la época moderna un
exceso de antropocentrismo (116): el ser humano ya no reconoce su
posición justa respecto al mundo, y asume una postura autorreferencial,
centrada exclusivamente en sí mismo y su poder. De ello deriva una
lógica «usa y tira» que justifica todo tipo de descarte, sea éste humano
o ambiental, que trata al otro y a la naturaleza como un simple objeto y
conduce a una infinidad de formas de dominio. Es la lógica que conduce a
la explotación infantil, el abandono de los ancianos, a reducir a otros
a la esclavitud, a sobrevalorar las capacidades del mercado para
autorregularse, a practicar la trata de seres humanos, el comercio de
pieles de animales en vías de extinción, y de «diamantes
ensangrentados». Es la misma lógica de muchas mafias, de los traficantes
de órganos, del narcotráfico y del descarte de los niños que no se
adaptan a los proyectos de los padres (123).
A esta luz, la Encíclica afronta dos problemas cruciales para el
mundo de hoy. Primero que nada el trabajo: «En cualquier planteamiento
sobre una ecología integral, que no excluya al ser humano, es
indispensable incorporar el valor del trabajo» (124), pues «Dejar de
invertir en las personas para obtener un mayor rédito inmediato es muy
mal negocio para la sociedad» (128).
La segunda se refiere a los límites del progreso científico, con
clara referencia a los OGM (Organismo Genéticamente Modificado)
(132-136), que son «una cuestión ambiental de carácter complejo» (135).
Si bien «en algunas regiones su utilización ha provocado un crecimiento
económico que ayudó a resolver problemas, hay dificultades importantes
que no deben ser relativizadas (134), por ejemplo una concentración de
tierras productivas en manos de pocos» (134). El Papa Francisco piensa
en particular en los pequeños productores y en los trabajadores del
campo, en la biodiversidad, en la red de ecosistemas. Es por ello es
necesaria «una discusión científica y social que sea responsable y
amplia, capaz de considerar toda la información disponible y de llamar a
las cosas por su nombre», a partir de «líneas de investigación libre e
interdisciplinaria» (135).
Capítulo cuarto – Una ecología integral
El núcleo de la propuesta de la Encíclica es una ecología integral
como nuevo paradigma de justicia, una ecología que «incorpore el lugar
peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad
que lo rodea» (15). De hecho no podemos «entender la naturaleza como
algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida» (139).
Esto vale para todo lo que vivimos en distintos campos: en la economía y
en la política, en las distintas culturas, en especial las más
amenazadas, e incluso en todo momento de nuestra vida cotidiana.
La perspectiva integral incorpora también una ecología de las
instituciones. «Si todo está relacionado, también la salud de las
instituciones de una sociedad tiene consecuencias en el ambiente y en la
calidad de vida humana: «Cualquier menoscabo de la solidaridad y del
civismo produce daños ambientales» (142).
Con muchos ejemplos concretos el Papa Francisco ilustra su
pensamiento: que hay un vínculo entre los asuntos ambientales y
cuestiones sociales humanas, y que ese vínculo no puede romperse. Así
pues, el análisis de los problemas ambientales es inseparable del
análisis de los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos, y de
la relación de cada persona consigo misma (141), porque «no hay dos
crisis separadas, una ambiental y la otra social, sino una única y
compleja crisis socioambiental» (139).
Esta ecología ambiental «es inseparable de la noción del bien común»
(156), que debe comprenderse de manera concreta: en el contexto de hoy
en el que «donde hay tantas inequidades y cada vez son más las personas
descartables, privadas de derechos humanos básicos», esforzarse por el
bien común significa hacer opciones solidarias sobre la base de una
«opción preferencial por los más pobres» (158). Este es el mejor modo de
dejar un mundo sostenible a las próximas generaciones, no con las
palabras, sino por medio de un compromiso de atención hacia los pobres
de hoy como había subrayado Benedicto XVI: «además de la leal
solidaridad intergeneracional, se ha de reiterar la urgente necesidad
moral de una renovada solidaridad intrageneracional»(162).
La ecología integral implica también la vida cotidiana, a la cual la
Encíclica dedica una especial atención, en particular en el ambiente
urbano. El ser humano tiene una enorme capacidad de adaptación y «Es
admirable la creatividad y la generosidad de personas y grupos que son
capaces de revertir los límites del ambiente, […] aprendiendo a orientar
su vida en medio del desorden y la precariedad» (148). Sin embargo, un
desarrollo auténtico presupone un mejoramiento integral en la calidad de
la vida humana: espacios públicos, vivienda, transportes, etc.
(150-154).
También «nuestro cuerpo nos pone en relación directa con el ambiente y
con los demás seres humanos. La aceptación del propio cuerpo como don
de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como don del
Padre y casa común; en cambio una lógica de dominio sobre el propio
cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio» (155).
Capítulo quinto – Algunas líneas orientativas y de acción
Este capítulo afronta la pregunta sobre qué podemos y debemos hacer.
Los análisis no bastan: se requieren propuestas «de diálogo y de acción
que involucren a cada uno de nosotros y a la política internacional»
(15, y «que nos ayuden a salir de la espiral de autodestrucción en la
que nos estamos sumergiendo» (163). Para el Papa Francisco es
imprescindible que la construcción de caminos concretos no se afronte de
manera ideológica, superficial o reduccionista. Para ello es
indispensable el diálogo, término presente en el título de cada sección
de este capítulo: «Hay discusiones sobre cuestiones relacionadas con el
ambiente, donde es difícil alcanzar consensos. […] la Iglesia no
pretende definir las cuestiones científicas ni sustituir a la política,
pero invito a un debate honesto y transparente, para que las necesidades
particulares o las ideologías no afecten al bien común» (188).
Sobre esta base el Papa Francisco no teme formular un juicio severo
sobre las dinámicas internacionales recientes: «las Cumbres mundiales
sobre el ambiente de los últimos años no respondieron a las expectativas
porque, por falta de decisión política, no alcanzaron acuerdos
ambientales globales realmente significativos y eficaces» (166). Y se
pregunta «¿por qué se quiere mantener hoy un poder que será recordado
por su incapacidad de intervenir cuando era urgente y necesario hacerlo?
(57). Son necesarias, como los Pontífices han repetido muchas veces a
partir de la Pacem in terris, formas e instrumentos eficaces de
gobernanza global (175): necesitamos un acuerdo sobre los regímenes de
gobernanza global para toda la gama de los llamados «bienes comunes
globales» (174), dado que «la protección ambiental no puede asegurarse
sólo en base al cálculo financiero de costos y beneficios. El ambiente
es uno de esos bienes que los mecanismos del mercado no son capaces de
defender o de promover adecuadamente» (190, que toma las palabras del
Compendio de la doctrina social de la Iglesia).
Aún en este capítulo, el Papa Francisco insiste sobre el desarrollo
de procesos decisionales honestos y transparentes, para poder
«discernir» las políticas e iniciativas empresariales que conducen a un
«auténtico desarrollo integral» (185). En particular, el estudio del
impacto ambiental de un nuevo proyecto «requiere procesos políticos
transparentes y sujetos al diálogo, mientras la corrupción que esconde
el verdadero impacto ambiental de un proyecto a cambio de favores suele
llevar a acuerdos espurios que evitan informar y debatir ampliamente»
(182).
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La llamada a los que detentan encargos políticos es particularmente
incisiva, para que eviten «la lógica eficientista e inmediatista» (181)
que hoy predomina. Pero «si se atreve a hacerlo, volverá a reconocer la
dignidad que Dios le ha dado como humano y dejará tras su paso por esta
historia un testimonio de generosa responsabilidad» (181).
Capítulo sexto – Educación y espiritualidad ecológica
El capítulo final va al núcleo de la conversión ecológica a la que
nos invita la Encíclica. La raíz de la crisis cultural es profunda y no
es fácil rediseñar hábitos y comportamientos. La educación y la
formación siguen siendo desafíos básicos: «todo cambio requiere
motivación y un camino educativo» (15). Deben involucrarse los ambientes
educativos, el primero «la escuela, la familia, los medios de
comunicación, la catequesis» (213).
El punto de partida es «apostar por otro estilo de vida» (203-208),
que abra la posibilidad de «ejercer una sana presión sobre quienes
detentan el poder político, económico y social» (206). Es lo que sucede
cuando las opciones de los consumidores logran «modificar el
comportamiento de las empresas, forzándolas a considerar el impacto
ambiental y los modelos de producción» (206).
No se puede minusvalorar la importancia de cursos de educación
ambiental capaces de cambiar los gestos y hábitos cotidianos, desde la
reducción en el consumo de agua a la separación de residuos o el «apagar
las luces innecesarias» (211). «Una ecología integral también está
hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la
violencia, del aprovechamiento, del egoísmo» (230). Todo ello será más
sencillo si parte de una mirada contemplativa que viene de la fe. «Para
el creyente, el mundo no se contempla desde afuera sino desde adentro,
reconociendo los lazos con los que el Padre nos ha unido a todos los
seres. Además, haciendo crecer las capacidades peculiares que Dios le ha
dado, la conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su
creatividad y su entusiasmo» (220).
Vuelve la línea propuesta en la Evangelii Gaudium: «La sobriedad, que
se vive con libertad y conciencia, es liberadora» (223), así como «La
felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan,
quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la
vida» (223). De este modo se hace posible «sentir que nos necesitamos
unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el
mundo, que vale la pena ser buenos y honestos» (229).
Los santos nos acompañan en este camino. San Francisco, mencionado
muchas veces, es el «ejemplo por excelencia del cuidado por lo que es
débil y de una ecología integral, vivida con alegría» (10). Pero la
Encíclica recuerda también a San Benito, Santa Teresa de Lisieux y al
beato Charles de Foucauld.
Después de la Laudato si’, el examen de conciencia –instrumento que
la Iglesia ha aconsejado para orientar la propia vida a la luz de la
relación con el Señor- deberá incluir una nueva dimensión, considerando
no sólo cómo se vive la comunión con Dios, con los otros y con uno
mismo, sino también con todas las creaturas y la naturaleza.